TATAMÁ Y BERNARDO ARIAS TRUJILLO

 

Alfredo Cardona Tobón
 
 

Durante su estancia en  una de las haciendas de Francisco Jaramillo  situada a orillas del río Cauca, el escritor Bernardo Arias Trujillo viajó  a la población de Santuario, rebautizada como Tatamá por una Asamblea que cambió el nombre de varias aldeas por otros  que nada tenían que ver con el sentimiento de sus fundadores.

A raíz de esa visita Bernardo Arias Trujillo escribió esta semblanza, muy acorde con su temperamento, que muestra el alma santuareña y define con donaire ese pueblo magnífico que tres décadas más delante de  la  visita de Arias Trujillo se vio asolado por la  violencia política que  arrancó sus mejores hombres de las  lomas tatameñas

Reiteradamente Bernardo Arias Trujillo se refiere al liberalismo santuareño, a su vocación por la libertad y recalca el liderazgo de Alejandro Uribe; es una muestra de admiración por esa  comunidad, asediada por todos los costados por los fanáticos seguidores de Alzate Avendaño.

Santuario, al lado del majestuoso cerro Tatamá, fue la esperanza de los emigrantes paisas que buscaban el filón de felicidad en sus tierras; fue el refugio de muchos radicales extrañados de pueblos hoscos y enemigos y una realidad convertida en café, caña y ganado.

En este artículo  el autor de la novela “Risaralda” rinde un homenaje a Santuario, un hermoso municipio al que en mala hora torcieron su destino:

TATAMÁ

Bernardo Arias Trujillo
 

Orilleando el  río Apía, un riachuelo reflexivo y pacífico que tiene vegas de verdor eterno rubricadas por el vuelo pausado de garzas inmaculadas, se llega a una colina serena que está rematada por una corona florecida y alegre, como las tazonas agobiadas  de rosas que cuidan todos los días con fraterno afecto, las manos piadosas de  las monjas, en las grietas apesadumbradas de los conventos viejos.

Como una moza  en el balcón, Tatamá mira la inmensidad desde su colina aireada y llena de sol. Tiene un clima suave, que invita al ensueño y la sensualidad asordinada.

Por los huecos de las ventanas asoman muchachas frescas y risueñas con una tez mate, aperlada y transparente, que recuerda al autor querido  de las románticas, cuando acaudilladas por Alfredo de Musset,  tomaban vinagre en las mañanas para palidecer con nobleza.

Tatamá se llamó antes Santuario y en realidad este nombre es el que le ajusta con armonía. Ellos lo saben y privadamente no han querido desprenderse del antiguo nombre. Hasta parece  que uno de sus diputados trae el proyecto de Ordenanza por el cual se restaura su apelativo primario o se le cristianiza con un nombre más melódico y acorde con la belleza suiza del poblado.

La iglesita atediada de ocaso, como esas capillas de penumbra que se advierten en diversos párrafos de Azorín o en algunos  finos flamencos, preside la soledad contemplativa de la plaza. Ella dialoga con el parquecito de enfrente, un parquecito suave, clarooscuro en partes y en otras zaherido de sol.

En un  jardín castellano barnizado de clara lumbre como los alrededores pintorescos de algunas aldeas meridionales  y teniendo como marco la verdura del bosque ciudadano, destácase la efigie adusta y el seño fuerte de un busto de Rafael Uribe Uribe, el apóstol liberal de  ayer, de hoy y de mañana. Este amable detalle nos da a entender que el fuego sagrado  del Liberalismo se cuida con devoción en este pueblo  libre y cariñoso. Santuario, desgraciadamente apodado Tatamá por una asamblea de quimbayas, es un acantilado liberal inexpugnable, su pueblo vive a una altura que lo precave de las pequeñeces y su espíritu es una  bandera ondulada a los cuatro vientos. Las ideas se desenvuelven desde esa altura como las cabelleras sensuales de las mujeres victorianas.

Alejandro Uribe da a Santuario la fisonomía de su austeridad y  su radicalismo. Alejandro Uribe es un  hombre de 50 años, gesto duro, bigotes puntiagudos y erectos como los de Uribe Uribe  o Rivas Groot.

El cuerpo  cicatrizado y sufrido de Alejandro Uribe está cubierto por toscas telas nacionales y su ruana de hilo le cruza el pecho como si aprisionara la bandera gloriosa de su partido en la batalla de Peralonso. Es el carácter, el héroe desprendido que participa a su pueblo las virtudes puritanas de su vida. A  él lo acatan los universitarios y profesionales, el pueblo lo sigue con taciturna complacencia.

Santuario ha sido un fuerte liberal y se ha distinguido por su disciplina.  Cuando los primates liberales pidieron la abstención porque era oportuna, todas las legiones del  partido  acribillaron de ausencia las urnas del comicio y cuando los jefes llamaron nuevamente al sufragio, atestaron las cajas electorales con votos ciudadanos. Todo esto  bajo la jefatura de Alejandro Uribe que es el escudo blasonado y el espíritu de este pueblo libre y fuerte.

Bernardo Carrasquilla, Efraím Henao y otros admirables conductores vigilan la heredad liberal con devoto entusiasmo.

Santuario es un santuario de las ideas libres y Caldas  bebe doctrina, austeridad y orgullo  liberales, en esta  inspirada colina que atesora las mejores tradiciones del radicalismo caldense.

Santuario está acorralado  por hoscas montaña y enrumba su desembotellamiento hacia una carretera a La Virginia. Es una vía fácil, barata, rica en balastro, de una pendiente suave que no se explica uno cómo es que el departamento ha abandonado  a esta rica región, sin ponerla en comunicación con la capital y con otros pueblos hermanos. Urge para Santuario esta carretera que habrá de comprobar las grandes cantidades de café que exporta y el dilatado porvenir que para ella está señalado  en el horóscopo nacional de los pueblos futuros.

Saludamos a Tatamá,  a la ciudad liberal por excelencia, al pueblo hospitalario por antonomasia y a la inteligencia y fortaleza de sus  hijos que han dado categoría departamental al carácter, a la fe y a la esperanza.

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