CUENTO DE NAVIDAD- EN EL PLAYÒN DEL RÍO PEPÈ


Alfredo Cardona Tobón
 
 

No lejos del río Pepé en la selva chocoana, vive una comunidad descendiente  de antiguos cimarrones: parte de los vecinos llevan el apellido Córdoba y el resto el de Mosquera, lo que significa que vinieron de las haciendas y las minas de los acaudalados payaneses dueños de esclavos.

El tiempo parece haberse detenido en ese playón del  Pepé, por donde el río pasa raudo sin dejar nada en sus orillas ni reflejar la techumbre vieja de los ranchos donde la gente de color betún brillante de los zulúes africanos, parecen vivir en el sopor de siglos estancados como las charcas verdosas que los rodean.

En medio del  minúsculo poblado construido sobre estacas como los palafitos, se levanta una choza con un soporte de cedro donde pende una campana; es la capilla católica del Playón de Pepé, una construcción pobre, con cuatro bancas, un altar con un Cristo, un nicho con la imagen de Santa Rosa de Lima y otro nicho con la imagen  de San Nicolás de Tolentino.

Las tres imágenes comparten la veneración de la feligresía y cada uno tiene su fiesta con cantos, con bailes y mucha pólvora. Son tres imágenes milagreras que reparten sus favores  por separado o en equipo. En épocas de sequía los vecinos del Playón de Pepé  los sacan de la iglesia bajo sombrillas y los dejan al sol hasta que llueva; en los inviernos largos la comunidad les ponen  capas y los llevan a descampado  donde los dejan hasta que escampe. El sistema no falla, porque antes de pasar dos días los santos traen el agua o  cortan el grifo a las lluvias.

Ni los misioneros claretianos ni el propio padre “Gachito”  han  chocado con las costumbres de Pepé;  la sacada a la resolana o al frio es problema de la comunidad y de sus santos, por fuera de la jurisdicción episcopal.

Mientras el sacerdote está en la selva misionando al rebaño díscolo, la capilla queda en manos de un zambo de edad indefinida que hace de sacristán; se llama  “Envelope” y es el hijo de Josefa  Mosquera, una negra que deslumbrada por un collar de cuentas rojas ensartadas en un hilo dorado; quedó preñada de un indio embera.

 “Envelope” no tiene el color de los negros ni tampoco el de los indios,  tiene un color negro amarillento como el de los caimanes del río y tiene ese nombre en vez de Juan o Jacinto porque Josefa vio la palabreja en un envoltorio y le gustó y siguió llamando así a su hijo al igual que otras negras que le pusieron el nombre de Marchal o Duglas a sus retoños, quizás para recordar el paso de algún gringo explorador que recaló en sus camas.

A “Envelope” no le faltaba el trabajo: diariamente brillaba el copón de acero niquelado atacado por el óxido;  cambiaba semanalmente  el manto de Santa Rita de Lima empapado por la humedad del ambiente y cada quince días quitaba el musgo que crecía entre las barbas de San Nicolás de Tolentino.

Con toda su piedad, “Envelope” era un alma atormentada. Preguntaba internamente y al padre “Gachito” por qué los negros tenían que adorar a un Dios blanco sin en ninguna parte de la Biblia decía que el Verbo era un anciano de facciones blancas. Y se preguntaba por qué en Pepé, redil de negros, tenían que venerar a una virgen rosada y a San Nicolás de Tolentino, sabiendo que había negros como San Martín de Porres y renegridos como los mártires de Uganda.

Varias veces  “Envelope” estuvo tentado de pintar de negro las imágenes de la iglesia, pero se abstuvo, pues eso se entendería como un acto terrorista y lo meterían a la cárcel por comunista y ateo. Sin embargo en  sus más  sentidas oraciones rogaba al Altísimo por una nivelación de los derechos de los negros.

Con motivo de la Navidad, la Vicaría Apostólica envió varios regalos al padre “Gachito”: ornamentos para el templo, un copón dorado y un bello pesebre. La lancha patrullera llevó los presentes pero faltaba el Niño Dios; ni el teniente de fragata ni la tripulación supieron qué había pasado, pues la remisión indicaba que todo se había embarcado.

Al amanecer del 16 de diciembre una súbita creciente bajó por el río Pepé y en forma inusitada dejó una caja en la orilla del playón, donde jamás había parado un tronco o una canoa debido a la fuerza del agua.

Los vecinos abrieron la caja y una sorpresa mayúscula iluminó sus caras: adentro venía un Niño Dios negrito, con cachumbos rizados, que parecía patalear entre los algodones mojados.

 ¿Era un regalo de Dios o era un regalo del diablo?- Pues era distinto al de las estampas  y de las novenas de aguinaldo.

De inmediato llamaron  la padre “Gachito” que mirando siempre la tierra se arrodilló, tomó al Niño en sus brazos y por primera vez alzó la vista al cielo para dar gracias al Altísimo mientras dos gruesas lágrimas corrían por su cara.

Una gran procesión acompañó  la imagen del Divino Infante hasta la humilde capilla, donde se colocó entre musgo en medio de la Virgen María y de San José.

Un periodista de la capital vino a cubrir la extraña noticia sin dar crédito a un milagro, pues decía que era un cambiazo de mercancía o una broma que le gastaron los mineros del Pepé arriba a los del Pepé de abajo.

¿Cómo no va a ser un milagro- terció “ Envelope”- si ese mismo día el cabello del padre “Gachito” se llenó de rulitos como si lo hubieran rizado, los ojos claros del teniente se volvieron negros y los cachetes rosados de Santa Rita se parecieron a los de la mulata Efigenia?-

El  padre “Gachito” estaba feliz. “Ahora en los veranos o en los inviernos no sacarán sin ropita  al pobre muchachito junto con los otros santos”-   fue la única advertencia de Navidad que hizo el santo sacerdote a sus  ariscos parroquianos

 

 

 

 

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