EN LA VIEJA SALAMINA

UNA ALDEA PARA MONJES

Alfredo Cardona Tobón.




Un martes de 1849 Eduardo Agudelo  terminó de cortar un tronco de plátano para alimentar la vaca lechera; después de llevar aguamasa  a los marranos decidió ir a la tienda de José Morales a comprar unas velas de cebo y tomarse un vaso de sirope con cucas.
-Cómo le va compadre?- preguntó Eduardo al entrar al negocio de su amigo.

-Muy mal- contestó José- No supo, pues, que el Cabildo prohibió  los billares en semana y sólo permite abrir la gallera el día sábado?-

-Salamina se volvió un convento- agregó Eduardo. En las calles apenas se encuentran niguas y esa tracamandada de viejas rezanderas que no se cansan de lamber ladrillo en la iglesia.

Para rematar-  terció un contertulio- el jefe de la policía acabó con los bailes. Solamente concede permiso en los matrimonios y en las ferias. Eso sí, con la condición de que se le invite con los agentes, dizque para conservar el orden y evitar los excesos.

¡ Ay amigo!  se terminaron las guabinas y los fandangos donde la negra Teresa. Ya no queda dónde parrandear ni  diabla que eche candela ,pues las  botaron del pueblo y se fueron a la frontera.

Y eso no es todo- sentenció José Morales- la Autoridad no permite toldos en la plaza después de las seis de la tarde. Por la nochecita Salamina parece un pueblo muerto. Al que grite lo meten a la guandoca por perjudicar el sueño de los vecinos y los borrachos ya no pueden andar  por los lugares públicos, pues hay orden de arrestarlos y cobrarles una multa. ¡ Se dañó el negocio Eduardo!- Yo no sé qué piensan estos mamasantos que nos desterraron los arrieros a Pácora y a Manizales.

Las clericales disposiciones del Cabildo salamineño buscaban alejar de los billares, de las cantinas y de los burdeles a los  labriegos pueblerinos. Querían preservar una moral de doble faz, donde el atropello y la discriminación social eran simples pecadillos veniales.

El Salamina de 1850 era una aldea de misas y campanas, regida con mano férrea por el cura y  por unas pocas familias que escogían al alcalde, al Jefe de la policía y a los miembros del Cabildo parroquial. En ese entonces no existían problemas de orden público ni antisociales al acecho. Los destrozos de los marranos,  las molestias del ganado bravo y los muchachos que jugaban en las calles eran los mayores retos que afrontaba la Administración municipal, que tampoco tenía problemas monetarios porque el arreglo de calles, apertura de caminos y construcción de edificios públicos corrían por cuenta de la comunidad que ponía los materiales y la mano de obra.

OTRAS DISPOSICIONES LEGALES

Los cerdos eran un plaga. Se contaban por centenares en las fétidas calles de la aldea. Eran caldo de cultivo de las niguas y de la tifoidea .Según el burgomaestre de ese tiempo, eran una de las mayores causas de la vagancia en Salamina, pues una familia podía vivir sin trabajar levantando cuatro animales por año. También  eran una calamidad pública ya que impedían la llegada del agua al poblado al dañar las acequias y destruían cercos y viviendas.
Para acabar con tamaña plaga se tomaron medidas drásticas: se ordenó su eliminación en la zona urbana. Aunque, meses después, ante el clamor ciudadano,  se optó por  confinarlos en las cocheras.

Las reses  bravas constituyeron  otro grave inconveniente. Hacían correr a las damas  y  casi matan a Don Rigoberto Alzate, a quien levantaron con taburete y verraquillo cuando  descansaba plácidamente en el andén de su casa.

Para controlar tal peligro el Cabildo tomó otra medida extrema: restringió el paso de semovientes por las calles del pueblo. Solamente permitió el cruce de las vacas lecheras de aquellas personas que no tenían mangas en las cercanías de Salamina y  necesitaban la leche para los niños pequeños.

El Cabildo prohibió el juego de los niños en las calles, los empujó a cazar  pájaros en las afueras del pueblo y a volarse de la escuela para nadar en el río Chamberí. Al Director de la Escuela le encomendaron la titánica tarea de desterrarlos de las vías urbanas y mantenerlos en sus casas después de las seis de la tarde.

Esa aldea monacal, sin enemigos a la vista, de ranchos miserables ocupados por los pardos y los pobres y el centro con las majestuosas casonas de la aristocracia alpargatuda, empezó a cambiar a partir de 1850, cuando surgieron los paladines bélicos que enrolaron a los salamineños en sus fatídicos juegos guerreros. 

Comentarios

  1. Recuerdo de Salamina cuando fuí que me senté un rato a la entrada del cementerio, lugar acogedor y situado al final de una calle lateral; años después ví un documental sobre el escritor Alvaro Mutis, quien relataba que en su niñez jugaba en ese mismo escenario. Recuerdo también un señor que cargaba bultos, un "bulteador" o "cotero" que tenía el cabello hasta los tobillos de largo, su melena parecía un enorme tapiz sobre el que caminaban descalzas las emperifolladas damas salamineñas cuando se quitaban las alpargatas y evitaban que las nigüas se les entraran por las uñas de los pies. Y evoco también las veredas municipales El Tigre y La Palma; la primera, remota, con unas chicas rubias y de ojos claros la mayoría, "zarcas", muy atentas conmigo convidándome distintos alimentos en el desayuno y merienda y susurrándose entre sí con risitas, y la segunda vereda, con una casa de un siglo de construida, donde unas de las chicas presentes en esa ocasión me sonreía mostrando la ausencia de un diente, y después de un rato los campesinos alentándome a que le "arrastrara el ala" porque era ganancia segura.
    jotagé gomezó

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